9.2.08

CABO DE SAN ANTONIO: Las Maravillas del Ocaso

La autopista número cuatro es como el espinazo del caimán al que dicen que se parece Cuba. Hay buenos paisajes a todo lo largo de ella, pero a medio centenar de kilómetros hacia el oeste de La Habana una cadena montañosa lo acompañará horas y horas. No se ha de atender por ahora su sugerente atracción pues iremos aun más, más lejos.

A 300 kilómetros de la capital, cuando se han dejado atrás todas las ciudades, los pueblos pequeños y hasta el penúltimo caserío, uno se detiene ante una pértiga atravesada en el camino, más allá de la cual hay un puesto de frontera y una veintena de casas alineadas frente al mar. Es “La Bajada”.

Uno se baja de cualquier cosa móvil en la que haya estado rodando desde la mañana y lee atentamente un cartel que dice “Cabo de San Antonio / Reserva Natural de la Historia .. UNESCO 1987 / ACCESO RESTRINGIDO…” ETCÉTERA. Todo En orden, sólo faltan otros 30 kilómetros para llegar al foro más occidental cubano.

Transitando por el amino arenoso se respira otro aire, como más “luminoso”. El mar está todo el tiempo ahí y el paisaje es seco, espinoso y pétreo en todo lo alto del farallón; de apretada y diversa vegetación en los bajíos.

Hacer en bicicleta este trayecto sería una idea formidable. Así se puede comenzar por una visita a la Cueva de las Perlas, de 526 metros, sorprender a un venado en medio el camino o a una puerca silvestre con toda su cría de jabatos, o a la jutía temerosa que come en la copa de un árbol o se mueve con sigilo por la hendidura de las rocas. Hay buenos sitios para observar aves.

En la Península de Guanahacabibes todo es naturaleza. Contadas familias viven ahora en el extremo más occidental de Cuba, dedicada a labores forestales, apicultura o a la cría de cerdos en estado natural.

De trecho en trecho se abre en pequeños e invitadores playazos de arena la terraza costera, de duros e hirientes sustratos que en el país llaman diente de perro. El agua es de un verde cristalino en la orilla y un azul luminoso hacia la profundidad. Nadar, bucear, pescar … allí es la gloria de la vida al aire libre. Hay hospedaje en la Marina de María la Gorda, a 14 kilómetros al SE de La Bajada.

Casi por sorpresa, en un recodo del camino, la torre del faro Roncali deja ver la blancura de su fuste entre las hojas de un árbol de uva caleta. Al pie de las viviendas del personal, el viejo aljibe.

Viene a la memoria, no sabe uno por qué, que no hubo párroco para bendecir la obra cuando la terminaron el 31 de agosto de 1850. Tal vez porque los feroces mosquitos, el jején y una mosca que pica como tábano dejaron aquí su descendencia, no así los 50 peones blancos y 18 asiáticos que levantaron la torre.

Blanco, sólido, afincado sobre una barra rocosa en herradura, a escasos metros del mar, el faro alumbra con dos destellos cada 10 segundos el importante corredor marítimo del Estrecho de Yucatán. Su posición es 21º52’ N; 84º57’ W.

Del agua viene Mario Borrego Prieto, con una ensarta de cuberetas, roncos y parguetes. El torrero jefe nació en el Cabo de San Antonio y ahí vive con su esposa; los seis hijos trabajan y estudian en varios puntos de la geografía insular que se extiende hacia el oriente.

“El faro lo encendemos a la puesta del sol, si está claro el día, o cuando haya menos de cinco millas de visibilidad en los días neblinosos y de nubes bajas”. Habla mientras ascendemos con cuidado los 97 escalones de hierro fundido de la torre, hasta alcanzar los 31 metros sobre el mar a nivel de la linterna.

Las macizas paredes son de cantería, labrada en el mismo sitio. Hay varios entrepisos donde se pretendió en los primeros años que vivieran los torreros, pero era insoportable.

La óptica que gira con su mecanismo de reloj pendular no es la que le compraron hace un siglo y medio al francés Letoureau en más de 40 000 francos. Tampoco se usa aceite de oliva ni petróleo en la iluminación de la señal, sino pura electricidad.

Todo historia antigua. Sigue la misma soledad en torno, pero ahora el faro marca la ruta también a la navegación aérea y Mario y su mujer viven en una casa fresca y confortable, al igual que los otros torreros, Luis Denis y Damián Cordero.

Ahí nos invitan a probar la más gloriosa sopa de sardinas que chef alguno puso en su mesa.

¿Qué extrañan? No nos alcanza la televisión y de las emisoras de radio entran muy pocas … es de aburrirse”. Por eso van en ocasiones de paseo al poblado de Vallecito o a Sandino, la capital municipal. Desde el balcón circular de la linterna miramos hacia Cuba y luego a la superficie tranquila del estrecho. Va cayendo la tarde, con la puesta de sol más perfecta que uno ha visto en la vida.

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