El “pueblo que vivía de espaldas
al mar”, resulta que tiene las más diversas formas de relacionarse con su
líquido elemento. Los que vamos de pesca, que somos la más antigua tribu
litoral de este antillano archipiélago, somos de los primeros en enterarnos de
cómo crecen los visitantes. Pescadores submarinos al detalle, que cosechan su
ensartica de loras o carajuelos, o pulpos si están de vena y dicen que están, a
buenos pesos la libra; los tablistas de ola pequeña o mediana aparecerán ahorita
sobre las rompientes de calle Setenta o Ciento Diez; algunos días están, sobre
todo fuera del indiscreto perímetro urbano, los que se sientan estoicos por
infinitas horas con la mirada perdida en el mar como aedas de un larguísimo
poema, en cuyos versos las palabras palangre o red de espera riman. En otra de
las mímesis que soportan la modernidad, el parapente se hace habitual en playas
capitalinas y no exclusivamente como reclamo turístico. Puede vérseles en
parejas o tríos por la zona más recreativa de Jaimanitas, y en playa Baracoa,
que no se queda atrás, pudo lograrse la secuencia mostrada, gracias al paciente
deportista que brindó su tiempo para el bloguero.
El orden de los factores es
simple: Se han de inflar con una bomba de aire las nervaduras de la cúpula que
es en sí el parapente. Un amigo lo sostiene en posición vertical hasta que el
parapentista se sujeta los arreos, tensa las cuerdas y lo eleva con menos
complicaciones que un papalote. Se acomoda bajo el brazo la tabla y avanza
rápido hacia la orilla, donde el leve oleaje levanta su espuma. Más pronto aún
se las arregla para poner los pies sobre la tabla y tomar el control, porque
demorará segundos en dejarse ver allá, donde todo lo que se muestra es el
artefacto multicolor que sobrevuela el horizonte, bajo el cual, echado el
cuerpo hacia atrás para resistir la tensión del cordaje, uno sabe que está el
deportista, ajeno ya a la tierra.
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